(Fragmento, Capítulo XXV)
A las diez de la mañana se dio la orden de montar y sin importar procedencia, amistad, familiaridad o compadrazgo, se organizaron las columnas por colores.
Aquí estaban todos los caballos.
Corceles descendientes de aquellos en cuyos lomos se apoltronaron los magros culos de los “dioses” conquistadores. Rocines herederos de los mismos genes de esos sesenta potros berberiscos que cuatro siglos atrás se aventuraron con el Adelantado Jiménez de Quezada por estos territorios -saqueando tumbas, lanceando indios y desvirgando indias, con el pretexto de ampliar las fronteras del reino del Señor- caballos andaluces de cabeza pequeña y frente convexa. Nerviosos. Trocheros y galoperos. Pasofinos. De saltones ojos negros. Briosos, ágiles y armoniosos. De orejas pequeñas y ollares dilatados. Bajos de alzada, pero de pecho generoso. Con grupa y cola al mismo nivel. Y de piel lustrosa y fina.
Adelante se colocó la caballada de pelaje más claro. Nadie se explica de dónde diablos aparecieron tal cantidad de cuatropeos blancos. Resultaron tantos y contrastaban de qué manera contra el verde feraz de la vega, que aparecieron evidentes gamas y matices del mismo blanco. Entonces se promulgó la melindrosa orden de clasificarlos por tonalidades.
Mas de cien albinos, casi rosados, se formaron en la vanguardia. Luego se dispusieron los palomos y los de tono porcelana, y al final, cerrando la columna -como guardas de honor de la bandera amarilla de la diócesis - los amarfilados.
Los diez más hermosos caballos blancos aperlados, se reservaron para los mejores chalanes, sin importar si eran o no autoridad, con el fervoroso propósito de escoltar a “Satanás”, el brillante negro azabache patiblanco de lucero en la frente, que montaría Monseñor, recurso para hacerlo, por contraste, más visible para los fieles de a pie, que verían desfilar la cabalgata.
Luego se formó la columna de los caballos negros. Primero los azabaches. A continuación los retintos, zainos, morcillos y peceños. Luego los rucios y los tordos. Detrás, el grupo de rosillos, con sus pelos entrecanos. Y desgranándose por tonalidades, los bayos blanco-amarillentos, ruanos, alazanes claros, seguidos de alazanes tostados, los color nuez tras los de tono maní, y así, zainos, castaños y moros.
A las diez de la mañana se dio la orden de montar y sin importar procedencia, amistad, familiaridad o compadrazgo, se organizaron las columnas por colores.
Aquí estaban todos los caballos.
Corceles descendientes de aquellos en cuyos lomos se apoltronaron los magros culos de los “dioses” conquistadores. Rocines herederos de los mismos genes de esos sesenta potros berberiscos que cuatro siglos atrás se aventuraron con el Adelantado Jiménez de Quezada por estos territorios -saqueando tumbas, lanceando indios y desvirgando indias, con el pretexto de ampliar las fronteras del reino del Señor- caballos andaluces de cabeza pequeña y frente convexa. Nerviosos. Trocheros y galoperos. Pasofinos. De saltones ojos negros. Briosos, ágiles y armoniosos. De orejas pequeñas y ollares dilatados. Bajos de alzada, pero de pecho generoso. Con grupa y cola al mismo nivel. Y de piel lustrosa y fina.
Adelante se colocó la caballada de pelaje más claro. Nadie se explica de dónde diablos aparecieron tal cantidad de cuatropeos blancos. Resultaron tantos y contrastaban de qué manera contra el verde feraz de la vega, que aparecieron evidentes gamas y matices del mismo blanco. Entonces se promulgó la melindrosa orden de clasificarlos por tonalidades.
Mas de cien albinos, casi rosados, se formaron en la vanguardia. Luego se dispusieron los palomos y los de tono porcelana, y al final, cerrando la columna -como guardas de honor de la bandera amarilla de la diócesis - los amarfilados.
Los diez más hermosos caballos blancos aperlados, se reservaron para los mejores chalanes, sin importar si eran o no autoridad, con el fervoroso propósito de escoltar a “Satanás”, el brillante negro azabache patiblanco de lucero en la frente, que montaría Monseñor, recurso para hacerlo, por contraste, más visible para los fieles de a pie, que verían desfilar la cabalgata.
Luego se formó la columna de los caballos negros. Primero los azabaches. A continuación los retintos, zainos, morcillos y peceños. Luego los rucios y los tordos. Detrás, el grupo de rosillos, con sus pelos entrecanos. Y desgranándose por tonalidades, los bayos blanco-amarillentos, ruanos, alazanes claros, seguidos de alazanes tostados, los color nuez tras los de tono maní, y así, zainos, castaños y moros.